Entrar en una isla, Inglaterra, volando.

Al ser isla, una de las dos maneras de entrar. Desde las alturas, las olas, rizadas por el viento a la luz del atardecer, recuerdan a las olas. Cuando se abren, se ve la superficie del agua, rizada. Las nubes que son olas. Las olas, que son como nubes oscuras, que van dominando la vista a medida que el avión avanza. A lo lejos, aparece la isla. Como un obstáculo. Como lo inverso al mar. La que se convierte en diferente. La isla como lo que es diferente al mar. En color. En aquello que tiene contorno. En aquello que muestra cambios de textura. Desde el aire, se ve el borde de la isla recorrida por canales. O no son canales, pueden ser ríos. Desde arriba el río y el mar son una continuidad, son uno mismo. Lo primero que los diferencia es el nombre (uno lo piensas como mar, el otro lo piensas como río), pero desde el aire se ve como un continuo de superficie, de color al anochecer, de textura y de temperatura. Sólo el borde es diferente. De hecho el mar no tiene borde, simplemente lo que tiene de isla, mientras que el río puede verlos como el mar que entra en la isla, y eso hace de su borde una irregularidad, recortada, afilada, ramificada, ondulada. Sólo puedes saber que el río va al mar, si tu visión es terrestre (y sabemos que los ríos acaban en el mar, y que el agua va hacia el mar), sino, desde el aire, el río es una prolongación del mar. El río como la prolongación del mar contra la isla, con frentes abiertos, con borde quebrado, con ramificaciones aquí y allá.

Ya volando sobre la tierra, de noche, la oscuridad hace que desaparezca el contraste del suelo (principalmente humano, por la tierra marcada, seccionada, parcelada, por el hombre) para volverse también monocromo. Entonces, aparecen como focos o puntos de luz los pueblos y las ciudades. Se podría pensar que esas luces son islas dentro de las islas ( igual que la isla apareció de la continuidad del mar ), pero su naturaleza resulta diferente. Es verdad que el tamaño no ayuda, pero la tierra, a pesar de oscura y monocroma, no parece contener la cualidad que hace del mar un mar, y de la isla, una isla.

Nos acercamos al aeropuerto. Al volar más bajo, aparecen las carreteras, y las ciudades pierden sus contornos. Aparece entonces las carreteras, hilos de luz que se bifurcan en otros hilos y que todos ellos van a parar a los focos de las ciudades. En el paisaje aparece entonces, retículas de luz, hilos de luz. Como si de una tela de araña se tratara, dispuesta a atrapar al que la observa desde arriba. Se distinguen las extensiones de agua de lagos, o estanques. Es curioso, pero tienen la misma cualidad del agua que el agua del mar, que se hace reconocible. ¿De donde viene ese conocimiento?. Porque podrían ser cualquier cosa, otra mancha dentro de la mancha que es la isla. Y sin embargo, se las reconoce a esas formas como emparentadas con el mar y con los ríos. Los hilos de luz se transforman en trazados de puntos. Que marcan contornos, zonas. Trazado de calle. Polígonos industriales recortados por farolas de mayor intensidad. Carreteras. Aparecen estadios de fútbol o estadios de atletismo. Formas redondas, suaves, donde parece que la luz emana, elevándose sin forma recortada, sino borrosa, de la superficie. La luz de los estadios, suave y rota. En los estadios con gradas, parece que partiera de la superficie de juego, que fuera esta la que generara la luz. Vistos desde arriba, da un poco la impresión de seres vivos, como si fueran luciérnagas. Viven, sin embargo, rodeados de líneas. Los bordes de la luz. En muchos casos es afilada, limitada, dura.

Ya cerca del suelo, se distingue la ciudad y el campo. En la ciudad, domina la línea recta y la periodicidad de las farolas. En el campo, las carreteras abandonan esa rigurosidad rectilínea, para convertirse en formas mucho más orgánicas, que serpentean, ondulan en el suelo, y que no tienen esa rigurosidad a la hora de colocar las luces. Se empiezan a distinguir ya las luces de los coches. Y los carteles de los supermercados y las áreas comerciales. Se empiezan a distinguir los matices de los colores ( las luces rojas de las traseras de los coches, los azules y verdes de los carteles de anuncio ), que no había aparecido hasta entonces.

Acercándonos al aeropuerto, domina ya la zona urbana, territorio de la luz, donde sólo en zonas concretas aparece la tonalidad de la tierra sin iluminar, como golpes de oscuridad, como si fueran nubes de ausencia de luz, de piezas de puzzle colocadas en el tablero iluminado del resto del terreno. De repente, antes de tocar tierra, aparecen las luces de la pista de aterrizaje, que pasan rápidas, concentradas por delante y difusas por detrás, como si fueran estrellas fugaces, por la ventanilla del avión. A medida que el avión frena, el ritmo al que recorren la ventanilla disminuye, recuperando la esfericidad de la luz. Gira entonces el avión, para abandonar la pista de aterrizaje y dirigirse al aeropuerto, y vemos entonces como esas mismas luces se alinean para formar una línea punteada de luces que delimitan la pista de aterrizaje para que se vea desde el aire. En su recorrido hacia la terminal, vemos como aparecen de vez en cuando luces azules o rojas, pegadas al suelo, que marcan, indican o señalan también ese recorrido para aviones.

Se detiene entonces el avión, y enmarcado por la ventanilla, quedan entonces la última de las luces, un cartel con letras amarillas iluminadas sobre un fondo negro, que indica, indicando, estática, el punto por el vuelo tiene que unirse a la terminal.