Corre sin mirar atrás.

En la salida, en la calle 9, tarda en saludar, tímido, como si no quisiera, y sólo al final, obligado, hiciera una concesión de saludar.

Pistoletazo de salida. Primera curva. La cámara se centra en los corredores de la calle 5 y 6, favoritos, que han hecho una buena curva.

La cámara se abre para enfocar desde el final de la primera recta. Vemos entonces que por delante sigue el corredor de la calle 9, al que todavía no han podido alcanzar con la compensación de la curva.

Uno, dos, uno, dos. Zancada amplia, pero contenido. Movimiento de brazos, que ayudan a las piernas a proyectar el cuerpo hacia adelante. Uno, dos, uno, dos. Control, que todavía queda la mitad de la vuelta, y en algún momento empezaran a pesar las piernas, a faltar el aire, a agarrotarse los brazos.

Llega el final de la primera recta, y ya sólo queda el atleta de la calle 9 por delante de las calles 5 y 6. Entramos en la segunda curva. La cámara vuelve a centrarse en las calles centrales, los favoritos, a los que la curva y su experiencia ( puesto ¿quien conoce al corredor de la calle 9? ) deberían hacer que pasaran a las primeras posiciones. Debería llevar a una bonita recta final, donde lucharan por la primera plaza.

Pero el realizador se ve obligado, en contra de la costumbre, a abrir el plano. Porque el corredor de la calle 9 sigue por delante. Mantiene la distancia, a pesar de ir por el lado más largo de la pista.

Al entrar en la recta, parece que lo están alcanzando. La imagen parece mostrar lo que todo el mundo espera. Que no aguante. Que empiece a caer, a sufrir el esfuerzo de una primera parte de la carrera tan terrible. Que sea alcanzado por los otros corredores.

Pero es un efecto óptico, porque cuando los corredores se orientan a meta, se ve que la distancia apenas ha bajado. Que sigue por delante el corredor de la calle 9. Corriendo por delante, sin que la calle 5 y la calle 6 acaben de entender que pasa. Como puede ser que ese corredor, que corre por delante, sin referencia, sin pasado, siga delante en la recta final. Que no hayan sido capaces de cogerle a pesar de la compensación de la recta.

Pero en la recta debería desfondarse. No puede ser que pueda aguantar. No puede ser que sea capaz de correr así, sin referencia, sin rivales por delante que le marquen el ritmo, que le sirvan de referencia.

Y así parece que puede ser. A falta de 70 metros, parece que la distancia se reduce. Que no lo va a conseguir, y que el cansancio y la mayor fuerza de los rivales le lleven a perder la primera posición.

Pero no es así. A falta de 50 metros vemos que son la calle 5 y la calle 6 los que empiezan a pagar el esfuerzo. Empiezan a ir más compactos, más forzados, al límite de lo que dan las fuerzas y el cansancio. Mientras que la calle 9 sigue fluido, ágil, rápido, aumentando la ventaja, disparado hacia la meta.

Quedan 20 metros, y vemos entonces que lo va a conseguir. Que va a ganar la carrera, sólo, corriendo por delante de todos los demás, sin referencia, sólo con la pista por delante, y la duda de si le cogerán los demás. Y vemos que los demás corren 10 metros, 15 metros, 20 metros por detrás. Rígidos. Crispados. Agotados. Buscando llegar a la meta como sea. Extenuados en la persecución, ya imposible de ese corredor de la calle 9 que marcha disparado hacia la meta, 10 metros, 5 metros, 3 metros.

Lanza entonces el cuerpo hacia adelante, buscando cruzar la línea, temeroso de que en el último metro, esos corredores que no ve, le alcancen, le rebasen, le quiten en el triunfo.

Probablemente, sin ser conscientes de lo que el estadio ve. Que es una carrera increíble. Que es la carrera de un hombre sólo, que corriendo por la peor calle, ha sido capaz de superarlos a todos. Épico.

Y que una vez que cruza la meta, vemos que es único. Porque no sólo ha conseguido ganar la final de los juegos olímpicos. Sino que lo ha hecho pulverizando el record mundial.

Un hombre sólo. Corriendo por la calle 9.

Wade Van Niekerk. Record Mundial y campeón olímpico en Rio 2016.