Sam Shepard.

Sam Shepard, descansa en paz.

 

TODOS LOS ARBOLES ESTÁN DESNUDOS

Me la encuentro abajo, medio dormida en un sillón, mirando El tercer hombre. Está acurrucada entre sus maravillosas caderas, unas caderas impresionantes que nunca han dejado de provocarme. Deslizo mi mano por su cintura. Ella dice:

- Hola cariño – con una voz nostálgica, de niña pequeña.

Me siento en el brazo del sillón y le acaricio el pelo decolorado.

- ¿ Verdad que es una película fantástica?.- dice, mientras miramos la última escena en blanco y negro en la que Joseph Cotten adelanta a Ingrid Bergman en la larga carretera rural y decide apearse de su Jeep y esperarla.

- Mira cómo caen esas hojas falsas en primer plano-digo. Me sale así-. Todos los árboles están desnudos pero sigue cayendo hojas.

Ella hace un ruido de asentimiento y entonces me siento estúpido por haber roto el clima emocional de la película con un comentario intelectualmente pobre. Ingrid Bergman sigue andando hacia la cámara con el mismo paso seguro. Tiene un andar genial, lleno de fuerza femenina: alta, erguida e independiente. Joseph Cotten enciende un cigarrillo y espera. Hay algo arrogante en su espera, algo muy masculino. Las hojas siguen cayendo en primer plano, justo delante del objetivo. Empiezo a pensar en los factores ocultos  en el rodaje de una película. Los tíos del attrezo subidos en largas escalera junto a la cámara, dejando caer hojas otoñales para que planeen de manera adecuada. Las máquinas de viento. Alguien controlando la brisa. No sé cómo he empezado a pensar en esto. Ya no me siento involucrado en la historia de la película ni empatizo con los personajes. Ella la ha estado viendo desde el principio, durmiéndose y despertándose. Ingrid Bergman se acerca a Joseph Cotten y pasa de largo sin siquiera mirarle. Ella pasa junto la cámara sin variar el paso y desaparece, dejándole solo con su cigarrillo.  La arrogancia de él se esfuma. Mira el camino por el que ella se ha alejado. Hay una sensación reconocible de pérdida y ansia en sus ojos, los ojos de un perro de caza que parece que nunca duerme lo suficiente. De repente estoy otra vez dentro de la película sin saber muy bien cómo he sido seducido. Me encuentro justo donde el director quiere que esté. La música de una única cítara me ha cautivado. Creo que las hojas que caen son reales. Sufro un cambio de estado de ánimo y me dejo arrastrar hasta el aviso irreconocible que separa hombre y mujeres. Me siento afortunado por estar aquí con la persona que quiero, acariciándole el pelo rubio decolorado. Aparecen los créditos.

- ¿ Por qué Ingrid Bergman no se detienen cuando ve que él la está esperando? Es obvio que la está esperando-pregunto

- No era Ingrid Bergman-dice ella.

- Bueno, pues no lo era.

- ¿ Y quién era entonces?

- Alguien que se parece mucho a Ingrid Bergman.

- ¿ Pero no era ella?

- No.

- ¿ Estás segura?

- Segurísima.

- Bueno, ¿ y por qué no se detiene?

- Le echa la culpa, supongo.

- ¿ La culpa de qué?

- ¿ No sabes la historia?

- Hace mucho tiempo que la vi. Creo que fue en los sesenta.

- Le culpa de la muerte de Orson Welles.

- Ah.

- ¿ Te acuerdas?.

- Si – miento. No me acuerdo de nada excepto de la secuencia de una persecución en las cloacas de París. ¿ Era París?

- ¿ no te acuerdas? Le tienden una trampa. ¿ La vacuna?

- Ah, sí-miento otra vez

- ¿ Todos aquellos niños que mueren por culpa de la vacuna falsa?

- Sí.

- Bueno, estoy muy cansada. Me voy a la cama. ¿ Cerrarás tú aquí abajo?-dice.

- Claro-digo yo.

Sale de la habitación, bostezando y estirándose. Aprieto el mando y la televisión se apaga y se queda negra. Miro el camino por el que se ha alejado. El cielo se ilumina con relámpagos intermitentes a través de los grandes ventanales. Puedo ver el río tan claramente como si fuera de día. Se oyen truenos a lo lejos, en el valle. Huele a lluvia y a pescado. Los perros rascan la puerta delantera. Son cobardes cuando se trata de truenos.

¿ Cuánto hace que la besé por primera vez y quién pretendía ser?.

Corre sin mirar atrás.

En la salida, en la calle 9, tarda en saludar, tímido, como si no quisiera, y sólo al final, obligado, hiciera una concesión de saludar.

Pistoletazo de salida. Primera curva. La cámara se centra en los corredores de la calle 5 y 6, favoritos, que han hecho una buena curva.

La cámara se abre para enfocar desde el final de la primera recta. Vemos entonces que por delante sigue el corredor de la calle 9, al que todavía no han podido alcanzar con la compensación de la curva.

Uno, dos, uno, dos. Zancada amplia, pero contenido. Movimiento de brazos, que ayudan a las piernas a proyectar el cuerpo hacia adelante. Uno, dos, uno, dos. Control, que todavía queda la mitad de la vuelta, y en algún momento empezaran a pesar las piernas, a faltar el aire, a agarrotarse los brazos.

Llega el final de la primera recta, y ya sólo queda el atleta de la calle 9 por delante de las calles 5 y 6. Entramos en la segunda curva. La cámara vuelve a centrarse en las calles centrales, los favoritos, a los que la curva y su experiencia ( puesto ¿quien conoce al corredor de la calle 9? ) deberían hacer que pasaran a las primeras posiciones. Debería llevar a una bonita recta final, donde lucharan por la primera plaza.

Pero el realizador se ve obligado, en contra de la costumbre, a abrir el plano. Porque el corredor de la calle 9 sigue por delante. Mantiene la distancia, a pesar de ir por el lado más largo de la pista.

Al entrar en la recta, parece que lo están alcanzando. La imagen parece mostrar lo que todo el mundo espera. Que no aguante. Que empiece a caer, a sufrir el esfuerzo de una primera parte de la carrera tan terrible. Que sea alcanzado por los otros corredores.

Pero es un efecto óptico, porque cuando los corredores se orientan a meta, se ve que la distancia apenas ha bajado. Que sigue por delante el corredor de la calle 9. Corriendo por delante, sin que la calle 5 y la calle 6 acaben de entender que pasa. Como puede ser que ese corredor, que corre por delante, sin referencia, sin pasado, siga delante en la recta final. Que no hayan sido capaces de cogerle a pesar de la compensación de la recta.

Pero en la recta debería desfondarse. No puede ser que pueda aguantar. No puede ser que sea capaz de correr así, sin referencia, sin rivales por delante que le marquen el ritmo, que le sirvan de referencia.

Y así parece que puede ser. A falta de 70 metros, parece que la distancia se reduce. Que no lo va a conseguir, y que el cansancio y la mayor fuerza de los rivales le lleven a perder la primera posición.

Pero no es así. A falta de 50 metros vemos que son la calle 5 y la calle 6 los que empiezan a pagar el esfuerzo. Empiezan a ir más compactos, más forzados, al límite de lo que dan las fuerzas y el cansancio. Mientras que la calle 9 sigue fluido, ágil, rápido, aumentando la ventaja, disparado hacia la meta.

Quedan 20 metros, y vemos entonces que lo va a conseguir. Que va a ganar la carrera, sólo, corriendo por delante de todos los demás, sin referencia, sólo con la pista por delante, y la duda de si le cogerán los demás. Y vemos que los demás corren 10 metros, 15 metros, 20 metros por detrás. Rígidos. Crispados. Agotados. Buscando llegar a la meta como sea. Extenuados en la persecución, ya imposible de ese corredor de la calle 9 que marcha disparado hacia la meta, 10 metros, 5 metros, 3 metros.

Lanza entonces el cuerpo hacia adelante, buscando cruzar la línea, temeroso de que en el último metro, esos corredores que no ve, le alcancen, le rebasen, le quiten en el triunfo.

Probablemente, sin ser conscientes de lo que el estadio ve. Que es una carrera increíble. Que es la carrera de un hombre sólo, que corriendo por la peor calle, ha sido capaz de superarlos a todos. Épico.

Y que una vez que cruza la meta, vemos que es único. Porque no sólo ha conseguido ganar la final de los juegos olímpicos. Sino que lo ha hecho pulverizando el record mundial.

Un hombre sólo. Corriendo por la calle 9.

Wade Van Niekerk. Record Mundial y campeón olímpico en Rio 2016.